sábado, 23 de enero de 2010

El viaje.

Y cuando el tren ya había empezado a deslizarse sobre las vías frías, metálicas y sin rumbo fijo, sólo lejos, se hizo la última llamada: pasajeros al tren.
Fue entonces cuando me decidí a entrar, cuatro días antes te había dicho que cogería ese tren, a esa hora, en ese lugar…que no dudaría un instante en hacerlo. Qué lejos estaba el remedio a mi enfermedad si no eras tú y lejos es donde quiero estar si tú no estás .No lo niego, verdaderamente no puedo, es duro…cuesta, echo de menos tantas cosas.
De todos es bien sabido que los trenes retrasan su salida, que a veces se adelantan… pero hay una cosa que nunca falla, que siempre llegas tarde, si, si tú. Cuando digo esto una sonrisa atraviesa mi cara y no como un puñal sino como el más sincero y gratificante recuerdo de saber lo que es esperarte, la ilusión de saber que en un tiempo aparecerías allí como siempre y yo estaría enfadada, te pediría una explicación, aunque claro, yo no sabía que pese a llegar siempre como llegabas, tarde, yo tenía tanto tiempo para esperarte…cuanto menos para olvidarte. Supongo que como nunca dependió de mí…nunca supimos lo importante que era la puntualidad, más aún para viajes improvisados que nunca sabes hacia dónde irán y ni si te perderás por el camino, porque verdaderamente nunca me había importado esperar.
Pero ahora no hablemos de tiempo, tarde o temprano, qué más da…seguro que vuelvo y ¿cómo? Más grande y a la vez más pequeña, diferente pero igual, algo distinta. Con más arrugas en la piel, con cicatrices y nuevas heridas. Con la mochila de mi vida a mi espalda, con todo su peso, con la dificultad que suponga vivir como yo vivo, ser quién soy y ser diferente al resto, o ser tan igual a todos. Variedad respetable, siempre respetable. Aquí nada es comparable, ni tiene comparación, no sería justo.
Y el tren no entiende de pasados, presentes, ni siquiera de futuros. No tenía un destino y tampoco un billete vuelta. Era algo completamente aleatorio, admitía toda clase de pasajeros, pero no ofrecía comodidades. Lo cierto es que sus asientos estaban roídos por el tiempo, las diferencias, el frío había congelado sus pasillos y al pisar el peligro de caída era claro, quizás pudierais pensar que con el sujetaros a las finas barras de hierro que había en vertical a lo largo del pasillo os ayudaría a continuar el camino buscando el asiento que llevara vuestro número, el que ponía en principio en vuestro billete de ida a quién sabe dónde, a Lejos. No todo es tan sencillo, aunque haya seres humanos que tiendan siempre a simplificar las cosas, a buscar los extremos y a no contemplar la armonía de colores que hay entre un blanco y un negro cada vez más elocuentes, al fin y al cabo así es más sencillo. Las finas barras verticales estaban oxidadas por los años de uso, la cantidad de personas que tentaron su suerte confiando en ellas, apoyándose justo ahí en la apariencia que daba la seguridad de que al principio esa medida valía…pero hoy, hoy su aspecto no me daba seguridad para irme agarrando a ellas, oxidadas no ofrecían la misma seguridad que siempre, habría que buscar otra manera de avanzar.
Por no hablar de esos enormes ventanales por los que yo siempre luché…por ir pegada a ellos, un viaje no es lo mismo sin música a través de unos cascos y una gran ventana, unas gafas de sol y el horizonte. Las ventanas no son una, no son iguales. Teniendo en cuenta la dificultad de avance por aquel pasillo congelado y esas barras oxidadas que llenaron mis manos de ampollas era realmente decepcionante encontrar aquellas ventanas a lo largo del camino; algunas empañadas, otras congeladas, llenas de huellas, manchadas de barro…y a lo lejos cuando por fin encuentro una en la que se ve el exterior…corrí a por ella, ya era mía, estaba a mi alcance, por fin. Pero en la vida nada es lo que parece, y menos en aquel tren…era la ventana de la circunstancia, de la inclemencia del tiempo, del nunca sabrás que te deparará yendo en ella… una ventana que no tenía cristal. Sí hacía frío el frío rozaría directamente en mi cara cortando mi expresión. Si hacía calor quemaría mi cara, rasgaría mi piel, secaría mis sentidos. Igual que si lloviera, granizara, nevara…la alergia me atacaría en primavera y ¿por qué no? También habría pasajes en los que estaría a gusto, en los que disfrutaría del sol y vería noches estrelladas.

Fue entonces y solo entonces cuando me di cuenta de que el viaje no era tan apacible como yo esperaba, ni como te prometí, entonces sonreí; menos mal que no estabas allí, que no sufrías lo que yo, que estarías en casa, cómodamente durmiendo en tu colchón y que serías feliz así.
No todo es entendible y no tardaste en dar señales de vida, yo seguía sola, sin haber encontrado aún mi lugar en aquel tren, sin asiento, sin ventana, sin encontrar siquiera el número de vagón que me correspondía…sin tener ni siquiera destino. En un rincón, el único seco que encontré en todo el espacio que había recorrido, comido por el polvo apoye mi mochila y a su lado, exhausta, me deje caer, desfallecer y dormí sin saber que dormía, de haberlo sabido hubiera sido más complicado conciliar el sueño, por cierto, ¿adivinas? Soñé contigo.
Desperté en una parada en seco del tren, cuando conseguí alcanzar la verticalidad las puertas de aquel vagón estaban abiertas. Sentí una llamada tuya desde fuera, no estabas allí o quizás sí, ¡qué agobio me entró! No sabía reaccionar, si estabas allí no debía bajar, yo necesitaba ir a Lejos, no podía estar ya allí, el camino había sido tan breve, aunque eso sí: insufrible.
En aquel momento se me pasó por la cabeza darte otra oportunidad e invitarte a subir, pero… ¿qué podía ofrecerte? No tenía un asiento, ni vagón, ni grandes ventanales con vistas, ni un lugar donde dormir, ni destino. Si hacía falta alguna razón más para volver a dejarme caer y volver al rincón lleno de polvo esta fue una de ellas, ahora era aún menos de lo que era en nuestra primera despedida ¿quién dejaría toda la comodidad de la vida normal por aquello? Aquí entendí que a veces ni el amor te haría cambiar de idea, ni yo misma quería que cambiaras de idea porque entendí que para ti lo mejor era quedarte allí, en aquella extraña estación, en el andén, esperando ver que yo cambiara de pensamiento y que volvía a bajar del tren, me paraba frente a ti y volvíamos a esa extraña e insostenible situación del no saber qué somos, qué sentimos, ni a dónde íbamos.
Ciertamente yo no sabía a dónde iba tampoco mientras estaba en ese tren, pero por lo menos si no estaba cerca de ti, tú si sabrías a dónde ibas y me bastaba con eso, saber que tú estarías bien, esa era y es mi fuerza. Ese es el motivo de mi ausencia hoy y de mi viaje en ese desolador tren. Hoy ese es mi hogar, no estoy sola, hay muchos viajeros perdidos pero no hablan con nadie, tienen el corazón tan contaminado como el mío y no somos precisamente los más aptos para dar consejos, enfermos del no saber vivir, pensando que huir es, a veces, una solución. Convenciéndonos y afirmando que ojalá y no saliera el sol, por miedo a ver nuestras caras. ¡Pobres inconscientes! pues hay otro detalle en este tren; ya hemos hablado de sus asientos, de sus vagones, de sus pasillos, de sus puertas que solo se abren cuando hay momento para bajar o subir, de sus ventanas…pero no hemos hablado de que no hay un solo lugar en el tren en el que puedas ver un reflejo de ti mismo, no. Ni las ventanas reflejan nada, ni el hielo del suelo, tampoco el metal de las barras metálicas pues estando oxidadas….nada. Por supuesto nadie es lo suficientemente valiente como para acercarse al resto y buscar en sus pupilas un trocito de nosotros mismos, tenemos miedo a ver en sus pupilas su modo de vernos porque no siempre es como queremos que nos vean, porque no siempre es objetivo y porque tampoco nos queremos ver a nosotros mismos, nos tenemos miedo… por eso he tardado tanto tiempo en darme cuenta de que aquí no existen reflejos, hace tanto tiempo que no puedo mirarme a los ojos…

Pero el viaje sigue y en él, la triste sincronía de las miradas al otro, nunca se cruzan. Armoniosas. Como aquellos días que iba en el ascensor al llegar a casa y que tras saludar, no muy efusivamente a mi acompañante en aquel pequeño habitáculo, miraba al infinito, leía las normas de peso, número máximo estimado de personas que pueden entrar simultáneamente, miraba como avanzaba el contabilizador de los pisos que subía o bajaba…pero por todos los medios intentaba que nuestras miradas no se cruzaran. Allí en el tren, exactamente igual, pero sin el típico, estúpido y frío saludo.

Los días se hacían eternos y la música la única sincronía con el mundo exterior, en mi casa dejé todos los medios de comunicación que existían hasta la época, en mis bolsillos cabían los recuerdos de lo verdaderamente importante, ellos saben quiénes son, de nada vale nombrarlos aquí, este tren no merece escuchar sus nombres.
Solo estaba yo, en mi compañía, la misma música de siempre y los acordes de mi guitarra que lucía más viva que nunca en aquellos vagones. Era vida entre tanto mal y una vez más demostró ser la verdad. Aunque hasta las dos semanas de viaje no me atreví a sacarla de su funda, llegó el día en el que ya no podía aguantar su ausencia, y resplandeciente se hizo un hueco en aquel, mi rincón, haciendo vibrar cada una de sus cuerdas conseguí los acordes adecuados para marcar el ritmo de aquellos días.
Entre tanta oscuridad llamó la atención, no de todos, claro… pero sí de muchos de mis acompañantes que movidos por la curiosidad de saber qué color tendría aquel sonido se despojaron de sus cascos y se abrieron a conocer un trocito de mi, de mi cura, de mi enfermedad.
Conseguimos entonces comprender que cada uno de nosotros teníamos una peculiar manera de contar nuestra historia, que yo la escribía como ahora hago, que otras veces también la hacía música y la cantaba, que otros la contaban en verso, otros hablaban, otros simplemente se limitaban a escuchar las de los demás, otros lloraban, otros se estremecían, otros seguían con sus cascos en su burbuja de aire infinito sin la más mínima intención de compartir el viaje, otros tenían miedo de quitarse los cascos pero animados por la reacción general que iban observando superaban sus propias limitaciones…otros, otros, otros…

Lo cierto es que nunca jamás volví a bajar del tren de la vida, de sus olores, sabores, de sus historias, de sus ocupantes, de sus colores, de sus detalles, de sus circunstancias, de sus silencios, de sus caprichos, de sus obsesiones, de sus juegos, de sus dudas, de sus miedos, de sus atajos, de sus estrellas, de sus ventanas, de sus salidas, de sus entradas, de sus andenes, de sus vías, de su infinitud, de todo lo efímero, de su paz, de su amor, de sus amistades…que a medida que el tren avanzaba yo avanzaba por sus pasillos, encontré a mis amigos, mi familia, te encontré a ti… cada uno con su circunstancia, cada uno contaba su historia como quería…como todos los “otros” de los que hablé en el párrafo anterior y ellos me encontraron a mí, a mi manera… quién sabe dónde, cómo, en qué circunstancia…o cuándo, pero era yo.

Ahora entiendo, que en la vida nunca podrás decir: ahora entiendo.

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